viernes, 13 de agosto de 2010

Temblor.

No supo qué decir, el estómago pedía a gritos algo que comer. Irrisorio, absurdo querer comer cuando la esquina se desvanecía tan de golpe, tan de verdad.
De a uno, los ladrillos comenzaron a desmadrarse, el pegamento terminó súbitamente su razón de ser y se despegaron los mosaicos. Sin aviso, sin run run previo, el muro empezó a desgajarse, seguro en su desintegración. Cuánto sostenía ese muro insignificante….
Por qué no correrse? Por qué no buscar refugio? Por qué ese tremendo empecinamiento en quedarse a la intemperie, rasguñada por el viento y el frío, por el tremendo caer del muro…?
Si la energía se condensara, esos ojos fulminarían la obstinación de la caída. Pero el alegato gana, gana la trocha transitada, gana la puta y envilecida costumbre de quedarse a la intemperie, carroña. Viendo el ocurrir de la destrucción.
Sabe perfectamente que en esas coordenadas se mezclan furtivamente el agua del arroyo y la podredumbre del fango extemporáneo. Y cristalizan en mierda. Pero no puede, o no sabe, evitar el paralelo 22´34”, es así, una y otra vez el bote se anega en esas aguas.

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