lunes, 26 de abril de 2010

Había una vez...

No recordaba mucho, pero no hacía falta. Portaba todo consigo, en su abrigo, su piel, su espada.
Había sí, algo como de luz entrando de contrabando, ladeando el filoso negro agazapado. Una luz acerada y escurridiza, hincante como un perro faldero, arbitraria como la primavera, puntual.
Los juegos se extendían durante horas, las hojas  de la parra paseaban gusanos, la fábrica de atrás, abandonada, siempre. No hacía falta nada más, nadie más.  Esas niñas se bastaban a sí mismas de tanto quererse y necesitarse, el mundo era infinito e indoloro en ese patio colorado.
Por dónde entró el dolor? Cuándo?
Las baldosas eran chiquitas y estaban pegadas una al lado de la otra, con esmero. El trapo que la madre arrastraba lamía las baldosas hasta dejarlas rígidas, intocables. El jardín desmechado cumplía más bien la función distractora de gatos que el padre se negaba a ejecutar. Las ratas devolvían su sentido a los gatos.
En ese universo perfectamente enajenado, las niñas eran un globo suelto en un acto oficial. Iban en sólido armazón sabiéndose, descubriéndose, provocándose partos y gestaciones felices, inocentes.
Los martes cantaban. Miércoles disfraces. Jueves escondidas. Viernes mancha y elástico. Sábado los primos, muchos también, globos y botellas en el mar, carnaval! Domingos misa y scrabel. Lunes, lecturas.
Qué día se detuvo la rueda? Por qué?