sábado, 18 de septiembre de 2010

Angelita Dorrego. (versión libre)

He venido a este convento a destilar lo que me queda de vida. Si es que este levitar puede llevar ese nombre.
Hubiera preferido que el fuego te besara los pies y subiera despacio y crepitante por tus tobillos, tus pantorrillas, tus muslos, tu vientre, tu pecho…como yo subí tantas veces Manuel, tímida, intrigada, fascinada.
Sí, hubiera preferido el fuego pero los dioses eligieron un escupitajo de pólvora clavado en el medio de tu pecho, mi pecho Manuel.
Y ahora me deshago en esta celda. Las paredes blancas traspiran tu ausencia, las campanas suenan tu muerte, los monjes rezan y en su murmullo yo sé, una y otra vez, que no volverás.
Una extranjera me visita algunas noches. Me huele, me mira, y se sonríe. No dice nada. Nunca dice nada pero su existencia me lleva al cónclave de los generales que absurdamente decidieron tu destino y el mío. Y el de muchos más…
Yo te ví luchar con Belgrano, con San Martín. Yo sé de tu rebeldía, de tu hombría. Yo sé de los sueños de Patria Grande, yo sé que amás a los hombres y mujeres de este país. Y que ellos te aman. El negrerío clama Manuel, los pobres te lloran.
Conmigo.

Sur-real.

Fóbicos flecos de aserrín te adornan el sendero. Un farol de violetas te martilla el alma, y los pies. Las uñas negras, podridas, torcidas blasfeman putrefacción. La estación cerrada deja pasar el agua clara de la fuente que ha de pedir perdón. Ese acento inocultable se devela en los momentitos desprolijos del ser siendo. Tu boca pare renacuajos húmedos como besos y amapolas. Opio. En esta acera todo chirría.
Los muebles esconden ojos y pestañas. Y mueren. Y ven que nada ha de volver. Y ven que los gusanos preparan el hoyo y la tierra. Y saben que la chimenea pita y el vagón se descarrila. Igual que ese ovillo de nardos que al desenredarse perfuma y amarillea el salón.
Nudo de acero y tiempo. Nudo de tiempo y algodón. Nudo de nausea y biografía.
Las ojotas rojas se salen de los dedos, te abandonan, te hamacan. El moño que te pusiste en el recuerdo hace que todo sea borroso. Incluso esa mecedora en la que podría sentarme a descansar. O a llorar. Con tus manos pesadas sobre el regazo de mi memoria. Y tu cantar en mi oreja.
Pero las violetas se hinchan como leones y sacuden su melena de polen. Y lloro. Y llago. Y entonces qué?