sábado, 11 de junio de 2011

El juego


 
Con los ojos podía juntar nubes y formar dibujos.
Era fácil.
Pestañear. Una, dos, tres veces como máximo y el blanco difuso se condensa en un camello de joroba deshilachada, en un edificio alto y sin ventanas, en un geranio con ciento veinte pétalos... Se había traído el secreto de unas ya lejanas vacaciones de infancia y lo había recuperado hacía poquito, de casualidad, una tarde que se dejó ganar por la exuberancia escondida del cielo porteño. Y por las ganas de que todo fuera de otra manera.
Iba recordando las reglas a medida que repetía el juego. No valía saber de antemano qué dibujo vendría, había que recibir lo que el cielo quisiera regalar y entonces zambullirse con desparpajo en tanta materia olvidada, tanto recuerdo chiquito que no sabía que traía consigo. Se deshizo en perdones inútiles cuando se llevó por delante a un oficinista de maletín aburrido por estar persiguiendo antes de que se diluyeran las manzanas asadas de la abuela, acarameladas y desperfectas, una al lado de la otra, apretaditas así entran más, total se achicharran después, si hasta podía sentir el perfume ácido de invierno y tardes largas. Tampoco valía insistir en recuperar la imagen perdida; cuando el dibujo se esfumaba había que aceptar la partida, alguien andaría por ahí barriendo también nubes con los ojos para descubrirlo en otros cielos.
Así iba Dolores últimamente por la ciudad, en babia y enamorada de vuelta de aquel antiguo amor con la insistencia de la primera vez.
Esa mañana de julio, había llegado hasta el subte combatiendo con el juego la monotonía del trecho que la separaba de la estación Palermo, pero sobre todo intentando ponerle un dique al aluvión de tristeza que le amenazaba la garganta. Manchar de novedad las cuadras conocidas. Torcer el rumbo aunque el camino fuera el de todos los días. Estirar la nariz por sobre la bufanda abrigada y esquivar de memoria las baldosas rotas.  Comprarle por primera vez una rosquita frita al tipo de la bicicleta. Escribir otro guión con los ojos, no darle tregua al hastío. Arriaba pedacitos inconexos de nubes -o de sueños, que es lo mismo- para formar dibujos -o pasados, que es lo mismo- que no estaban ahí antes del empujón de pestañas, y que indefectiblemente se irían para siempre con el próximo zarpazo. Conjurar la aplastante verdad. Iba entre distraída y fascinada con ese poder suyo de amontonar nada. O de crear realidades, depende de qué día titule el juego.

La sobresaltaron entre dos estaciones los gritos exigentes de un hombre que pedía por favor alguien que le dé el asiento a esta señora que está paradita con un bastón. Miró autómata. La vio al lado suyo, parada, con un rodete canoso y el bastón en la mano. Hacía calor con tanto abrigo puesto, tanto tapado y campera. Paradita. La  mujer estaba ahí y las nubes que el hombre convocó hicieron que la viera así, paradita. Le dio pena, no sabe por qué pero le dio pena, tanta pena que empezó a llorar. Lloraba por la mujer paradita sin asiento, por el hombre que había gritado, pero por sobre todas las cosas lloraba porque quería llorar, porque estaba triste y quería llorar y alguien le había dado una excusa. Y porque le pareció que todos iban paraditos en el subte, y en el mundo, desapercibidos casi, haciendo fuerza para mantenerse en pie, convocando músculos y espíritus en una tarea desmesurada.
El subte recogió su llanto calmo y compenetrado, íntimo. Sintió difusamente el cuidado que le daban las miradas entre curiosas y fingidamente desatentas de los demás pasajeros. El anonimato le daba permiso y se desahogó. Lloró con ternura, sabía que había ahí una caricia llegado el caso.
Imposible recordar si finalmente alguien le dio el asiento a la señora, seguro que sí. Ahora Dolores sabe que hay un hombre que conoce su juego y se anima en el subte, sin nubes. 

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