jueves, 18 de julio de 2013

Mañana.

Azul se pone los pantalones nuevos, la remera de siempre, las sandalias chatas y va a la cocina.
El sol entra por la ventana, con un poco más de fuerza desde hace unos días, obligando al invierno a doblar ya su manta. En unas semanas los tilos de la puerta echarán sus brotes y una vez más la alergia. Y el vestido violeta.  El olor del verano, ese perfume al anochecer mezclado con una sensación ambigua de remanso y potencia, la hibridación de sentires de todo atardecer.
Se está por acabar la yerba, habrá que anotarlo en la lista que cuelga de la heladera, pero hay todavía para unos días más, dos o tres pavas por día.

Qué raro que Dolores aún no se despierte. Piensa que le gusta cuando es así, esos días en los que la niña se escurre plácida en el sueño y le regala el milagro de acercarse a la cuna con el mate, gusto a yerba en la boca, la cara aún sin lavar, remolona. Verla dormir. Estar con su cabeza perfectamente redonda volteada hacia un lado su mano cerrada en un puño blando, la hilera de sus pestañas desvistiendo la mentira del mundo.

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