lunes, 7 de octubre de 2013

Un alto en el camino.

Fue un domingo al mediodía.
El abuelo estaba por llegar. Las gallinas en el fondo jugaban a desplumarse.
El olor de la salsa de tomate invadía la casa entera. Eran felices. Todos.

Aún había palabras.

Salí de mi casa hace mucho tiempo, muchas vidas.
Anduve a tientas.

Ahora esta mujer que soy acaricia mi cabeza y me calma.
Algo en esas manos me hablan de un hogar.
No tengo a nadie más que a mí misma. 

A veces necesito hacer un alto, lamerme las heridas, perdonarme, seguir.

Preguntas.

Y tú, niñito?
Qué quieres de mí?
espero comprenderlo.
qué esperas de mí?
podré realizarlo?
qué sabes de mí?
lo que yo comunique
qué dices de mí?
que soy más que mi sola pequeñez
qué miras en mí?
tus ojos miran hondo
que sueñas de mí?
ojalá algo de luz
qué confias en mí?
hoy, tu vida entera.

El hijo.

Llegaste y revolucionaste todo chiquito. Cambiaste nuestro orden, nuestras rutinas y nuestras prioridades. Y lo hiciste sin violencia, sin conflicto, como si siempre las cosas hubieran sido de este modo.
Con tus modos hechos de llanto y gestos nos fuiste señalando el camino. Y te instalaste en casa como una presencia antigua.
Sí, tenés tu personalidad, tus gustos, tu caracter. Y nos lo hacés saber.




Y sos fundamentalmente amoroso, amable, amante. Te imponés con dulzura. Y no hay resistencia posible. Acatamos suavemente tus señales, nos acomodamos. Sos una presencia permanente y sin embargo no nos cansamos. Al contrario, cada vez ansiamos más de vos.
Bienvenido hijo.
Aquí estamos. Estos somos.
Enteros para vos, con nuestras fisuras, nuestras noblezas, íntegros y humanos.