Esa noche, esta mañana

Cuando Wenceslao se levanta ella abre los ojos y mira sin pudor la habitación descascarada. A veces mira también sus manos cansadas y recorre los pozos de sus piernas envejecidas y sabe que es sólo una tregua. Volverá a la tarde, cada vez más temprano, para rociarle la cara con su silencio de almohadilla bancaria. Hacía tiempo que ese silencio había echado a andar. Le gustaba jugar a ponerle una fecha de nacimiento a ese silencio-pesopesado. Hoy podía ser a la vuelta de una cena de fin de año con los compañeros de la Oficina. Estaban cansados, él había tomado un poco de más, volvieron callados en el auto, no hicieron los comentarios de rigor, no podían ni hablar, sólo eso, estaban cansados y era tarde, se reían. Durmieron abrazados. El día siguiente había sido ocupado por el partido de los chicos en Tigre. Raquel los había visto irse a los tres en la camioneta, recuerda, con un nudo que no era suyo en la garganta. Volvieron trenzados en una camaradería de la que no era parte. Se los veía radiantes, Wenceslao estaba exultante de paternidad rápidamente reparada y los chicos...los chicos no miden. Tampoco ese día se hicieron los comentarios de rigor, ni al día siguiente, ni al otro, ni nunca más. Como si en una mesa de esa fiesta hubieran dejado olvidada para siempre la palabra, ya no necesitaron hablar más. Todo fue después una nebulosa de sobreentendidos.


Raquel amanece siempre una fracción de segundo antes que Wenceslao para estar despierta cuando él le diga que esa noche le hubiera gustado saber bailar.