
Hay algo mítico en las primeras veces. Me confieso devota de
las inauguraciones. No por convicción ni por ideología, simplemente porque así
me ocurre. O más bien me ha ocurrido a veces. Quiero decir, la primera vez que
me comí un pancho no me pasó nada, lo mismo que la primera vez que crucé la 9
de julio sin tener que parar por los semáforos (sí, se puede) o la primera vez
que hice cincuenta abdominales en la clase de gimnasia del colegio. Sin
embargo, hubo otras inauguraciones que se arrebujaron incontenibles en mí.
En el verano que separa el fin de la escuela primaria del
inicio de la secundaria, una de las grandes escisiones de la vida, ví la
película “Cuenta conmigo” (Stand by me). Habíamos ido al cine con una amiga,
tal vez la primera ida al cine sin padres, pero miren, si fue así, no es esa
inauguración la que recuerdo. Lo que pasó en esa sala de cine fue una novedad
de otro orden. Al final de la peli, la voz en off del narrador declara: Nunca tuve amigos como los de los 13 años.
Yo tenía 13 años, y quise que a mí me pasara lo mismo! No quería hacerme nuevos
amigos!! No los necesitaba, no iban a ser como los que ya tenía, no iban a
entender nada. Se me hizo un nudo estrangulante en la garganta y supe que eso
era la vida, pura nostalgia.
A mis 15 años, una tarde de calor agobiante, el chico que me
gustaba me invitó a tomar un helado. Y me dijo que yo le gustaba. Cómo podía
ser que estuviera pasando eso?! Algo estalló en mí, algo, que casi no cabía en
mí salió en forma de risa, de incredulidad, de expansión; como si toda yo fuera una trompeta. Nunca, ninguna otra
declaración de amor trajo consigo tanto entusiasmo.
En mi primer año de universidad, un compañero me pasó El perseguidor, ese fabuloso cuento o
novela corta de Cortázar, y mi vida fue otra para siempre. Más que el cuento en
sí, me dio a Cortázar, ese apalabrador, ese Deus
ex machina de un mundo otro, tan
posible como este de barro y cemento que estamos condenados a pisar. Recuerdo zambullirme
en la lectura como quien se precipita río abajo con la certeza de que los remos
darán aventura y riesgo, pero también la confianza infinita de llegar a buen
puerto. En Cortázar encontré por primera vez en un escritor esa voz mía que no
sabe enunciarse pero que se reconoce apenas se lee. Después vendrían otros,
pero oh hallazgo esa primera vez!
Con
los años merman esas inauguraciones, precisamente por eso se siguen revelando tan mágicas cuando
suceden.