Recuerdo cuando el sólo hecho de
ver la grafía de tu nombre en mi computadora me sobresaltaba, me llenaba la
sangre de un ritmo feliz. Me asomaba a tus palabras con intriga pero también
con la certeza de saber que me iban a pronunciar deliciosas. Siempre empezabas
con un saludo en otro idioma, todas las veces distintos, tantas lenguas puede haber.
Era como darme los buenos días cada mañana en un rincón distinto de tu ser, despojarte
de lo conocido para tomarme de la mano e invitarme a pasar. Entonces yo ya
estaba ahí, instalada en la destilería de tu fraseo, siguiéndote atenta, como
una niña en sus clases de solfeo. Y me decías que era muy temprano, justo antes
del alba, que los pájaros empezaban a desperezarse en el pino del jardín, que
cuando salieran volando iban a cruzar el océano para traerme una flor de nomeolvides. Cómo olvidarte? Cómo
quitarme esta nostalgia de la adrenalina que me traían tus relatos? Cómo no
querer que alguien, quien sea, me enuncie de esa manera? Podrías llamarte de
cualquier modo, es lo que se esconde detrás del nombre de la persona que me
dice qué. Y así no tener que escuchar este dolor silente, esta podredumbre que
avanza.
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