Corre la niña precipitada a los
brazos de su padre. Estira sus manos regordetas y sabe que será alzada al
cielo, y ahí volará, feliz, acogida por ese pecho amoroso, protegida, segura.
Los brazos fuertes de su padre la sostienen, le enseñan el camino, le muestran
donde andar. Allá arriba el mundo es distinto. Las caras de la gente quedan a
su misma altura, ya no está abajo, sola, a la deriva en un mundo que no está
hecho a su medida.
Su padre la ayuda a encontrar su
rincón en el mundo, la hace bailar con los ángeles, volar por los aires como un
barrilete, reir hasta la fatiga, ser feliz.
El estómago estalla de gozo, una
zozobra dulce le recorre las venas.
Valeria es feliz con su padre, jugando a que el mundo es abarcable, que está bien dónde y cómo está. Le gusta montarse a los pies de su padre y
caminar borracha, a grandes zancadas, como descuartizándose. O tomarse los dos
de la mano y salir corriendo, rápido, más rápido, hasta volar, huyendo de las
tareas de la escuela, el hermanito que cuidar, la obsesión por la limpieza de
la madre, la cara vieja y fea de la directora del jardín, el mundo y su
perpetuo malestar.